jueves, 17 de diciembre de 2009

CAMBIOS EN EL CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO

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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

OMNIUM IN MENTEM

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XVI

CON LA CUAL SON MODIFICADAS

ALGUNAS NORMAS DEL CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO

La Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges, promulgada el 25 de enero de 1983, llamó a la atención de todos que la Iglesia, en cuanto comunidad al mismo tiempo espiritual y visible, y ordenada jerárquicamente, tiene necesidad de normas jurídicas “para ordenar correctamente el ejercicio de las funciones confiadas a ella divinamente, sobre todo de la potestad sagrada y de la administración de los sacramentos”. En tales normas es necesario que resplandezca siempre, por una parte, la unidad de la doctrina teológica y de la legislación canónica y, por otra, la utilidad pastoral de las prescripciones, mediante las cuales las disposiciones eclesiásticas están ordenadas al bien de las almas.

A fin de garantizar más eficazmente tanto esta necesaria unidad doctrinal como la finalidad pastoral, a veces la suprema autoridad de la Iglesia, después de haber ponderado las razones, decide los oportunos cambios de las normas canónicas, o introduce en ellas alguna integración. Esta es la razón que Nos lleva a redactar la presente Carta, que concierne a dos cuestiones.

En primer lugar, en los cánones 1008 y 1009 del Código de Derecho Canónico sobre el sacramento del Orden, se confirma la distinción esencial entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial y, al mismo tiempo, se pone en evidencia la diferencia entre episcopado, presbiterado y diaconado. Así pues, después que, habiendo oído a los Padres de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Nuestro venerado Predecesor Juan Pablo II estableció que se debía modificar el texto del número 1581 del Catecismo de la Iglesia Católica, con el fin de retomar más adecuadamente la doctrina sobre los diáconos de la Constitución dogmática Lumen gentium (n. 29) del Concilio Vaticano II, también Nos consideramos que se debe perfeccionar la norma canónica que concierne a esta misma materia. Por lo tanto, oído el parecer del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, establecemos que las palabras de los susodichos cánones sean modificadas como se indica sucesivamente.

Además, dado que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia, es de competencia únicamente de la suprema autoridad aprobar y definir los requisitos para su validez, y también determinar lo que se refiere al rito que es necesario observar en la celebración de los mismos (cfr. can. 841), todo lo cual ciertamente se aplica también para la forma que debe ser observada en la celebración del matrimonio, si al menos una de las dos partes ha sido bautizada en la Iglesia católica (cfr. can. 11 y 1108).

El Código de Derecho Canónico establece, no obstante, que los fieles que se han separado de la Iglesia con “acto formal”, no están sujetos a las leyes eclesiásticas relativas a la forma canónica del matrimonio (cfr. can. 1117), a la dispensa del impedimento de disparidad de culto (cfr. can. 1086) y a la licencia requerida para los matrimonios mixtos (cfr. can. 1124). La razón y el fin de esta excepción a la norma general del can. 11 tenía el objetivo de evitar que los matrimonios contraídos por aquellos fieles fuesen nulos por defecto de forma, o bien por impedimento de disparidad de culto.

Sin embargo, la experiencia de estos años ha mostrado, por el contrario, que esta nueva ley ha generado no pocos problemas pastorales. En primer lugar, ha parecido difícil la determinación y la configuración práctica, en los casos particulares, de este acto formal de separación de la Iglesia, sea en cuanto a su sustancia teológica, sea en cuanto al aspecto canónico. Además, han surgido muchas dificultades tanto en la acción pastoral como en la praxis de los tribunales. De hecho, se observaba que de la nueva ley parecían nacer, al menos indirectamente, una cierta facilidad o, por así decir, un incentivo a la apostasía en aquellos lugares donde los fieles católicos son escasos en número, o donde rigen leyes matrimoniales injustas que establecen discriminaciones entre los ciudadanos por motivos religiosos; además, ésta hacía difícil el retorno de aquellos bautizados que deseaban vivamente contraer un nuevo matrimonio canónico, después del fracaso del precedente; finalmente, omitiendo otros, muchísimos de estos matrimonios se convertían de hecho para la Iglesia en matrimonios denominados clandestinos.

Considerado todo esto, y evaluados cuidadosamente los pareceres tanto de los Padres de la Congregación para la Doctrina de la Fe y del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, como también de las Conferencias Episcopales que han sido consultadas sobre la utilidad pastoral de conservar o abrogar esta excepción a la norma general del can. 11, ha parecido necesario abolir esta regla introducida en el cuerpo de las leyes canónicas actualmente vigente.

Establecemos, por lo tanto, eliminar del mismo Código las palabras: “y no se ha apartado de ella por acto formal” del can. 1117, “y no se ha apartado de ella por acto formal” del can. 1086 § 1, como también “y no se haya apartado de ella mediante un acto formal” del can. 1124.

Por eso, habiendo oído a la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y pedido también el parecer de Nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana responsables de los Dicasterios de la Curia Romana, establecemos cuanto sigue:

Art 1. El texto del can. 1008 del Código de Derecho Canónico sea modificado de modo que, de ahora en adelante, resulte así:

“Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a servir, según el grado de cada uno, con nuevo y peculiar título, al pueblo de Dios”.

Art. 2. El can. 1009 del Código de Derecho Canónico de ahora en adelante tendrá tres parágrafos, en el primero y en el segundo de los cuales se mantendrá el texto del canon vigente, mientras que en el tercero el nuevo texto será redactado de modo que el can. 1009 § 3 resulte así:

“Aquellos que han sido constituidos en el orden del episcopado y del presbiterado reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos, en cambio, son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad”.

Art. 3. El texto del can. 1086 § 1 del Código de Derecho Canónico queda modificado así:

“Es inválido el matrimonio entre dos personas, una de las cuales fue bautizada en la Iglesia católica o recibida en su seno, y otra no bautizada”.

Art. 4. El texto del can. 1117 del Código de Derecho Canónico queda modificado así:

“La forma arriba establecida se ha de observar si al menos uno de los contrayentes fue bautizado en la Iglesia católica o recibido en ella, sin perjuicio de lo establecido en el can. 1127 § 2”.

Art. 5. El texto del can. 1124 del Código de Derecho Canónico queda modificado así:

“Está prohibido, sin licencia expresa de la autoridad competente, el matrimonio entre dos personas bautizadas, una de las cuales haya sido bautizada en la Iglesia católica o recibida en ella después del bautismo, y otra adscrita a una Iglesia o comunidad eclesial que no se halle en comunión plena con la Iglesia católica”.

Cuanto hemos deliberado con esta Carta Apostólica en forma de Motu Proprio, ordenamos que tenga firme y estable vigor, no obstante cualquier cosa contraria aunque sea digna de particular mención, y que sea publicado en el comentario oficial Acta Apostolicae Sedis.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 26 del mes de octubre del año 2009, quinto de Nuestro Pontificado.

BENEDICTUS PP XVI

COMENTARIO

El Santo Padre Benedicto XVI ha promulgado la CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO
OMNIUM IN MENTEM mediante la cual modifica los cc. 1008, 1009, 1086, 1117 y 1124.

En los dos primeros se hace referencia al orden sagrado del episcopado, presbiterado y diaconado. Existía una diferencia entre lo que decía el Catecismo y lo que afirmaba el Código, por lo cual se buscó por un lado hacer concordar ambos documentos y por el otro aclarar la condición teológica y canónica de los diáconos. En la redacción anterior el diaconado era casi equiparado a los otros órdenes. Queda claro que mientras el ministerio sacerdotal (episcopado y presbiterado) faculta al ordenado a actuar in Personae Christi Capitis, el ministerio diaconal lo habilita para el servicio, no actuando en la persona de Cristo. En este punto surge la duda de la actuación del diácono al bautizar. Es tema que deberán resolver los teólogos.

Los otros cánones hacen referencia al Matrimonio, considerado dentro de todo el dinamismo sacramental. Allí se habla de quienes se han apartado de la Iglesia por acto formal. El apartamiento por acto formal implica tres elementos:
1. La decisión de la persona de apartarse de la Iglesia Católica
2. La manifestación de esa decisión a la autoridad competente.
3. La aceptación de la autoridad.
Como vemos no se trata de no practicar la religión y ni siquiera de haberse acercado a otro tipo de religión o Iglesia (lo cual podría constituír herejía, apostasía o cisma). Si no hay acto formal la persona sigue perteneciendo a la Iglesia aunque podría considerarse que se ha apartado notoriamente de la fe católica, lo cual exigiría la licencia que establece el c. 1071, 1 4º.

El c. 1086 establece el impedimento de disparidad de culto. Esto es cuando una parte es bautizada en la Iglesia Católica o recibida en ella después del bautismo y la otra no bautizada. Este impedimento es dirimente, es decir que hace nulo el acto si éste se atentara. Aquí la dificultad surge porque la parte bautizada para contraer válidamente tiene que recibir el sacramento. Si la otra parte no está bautizada, no pueden recibir el sacramento, por lo cual es necesario dispensar a la parte bautizada para que realice un matrimonio natural no sacramental pero eclisiástico.
La diferencia entre la redacción anterior y la actual radica en el hecho de que antes se excluían a quienes se habían apartado por acto formal. De ese modo había bautizados, apartados que podían hacer un matrimonio mixto válido, porque el impedimento no los alcanzaba. Esto creaba una incertidumbre teológica y canónica. Teológica por cuanto entre bautizados sólo hay verdadero matrimonio si éste es sacramento. Canónica porque era una excepción a lo que establece el c. 11.

En síntesis, ya no se excluye más a quienes se hayan apartado por acto formal de la Iglesia ni del impedimiento, ni de la forma canónica para contraer.
O sea que si alguien que siendo de origen católico, por bautismo o recepción, deseara casarse debería hacerlo según la forma canónica y con las dispensas del caso, para que su matrimonio fuera válido. En todo caso, a mi entender, debería pedirse la licencia establecida en el c. 1071,1 4º.

lunes, 16 de noviembre de 2009

MORAL FAMILIAR

UNIDAD 5
La Comunidad Familiar en el plan Salvífico de Dios

Hemos visto que el hombre es un ser hecho para compartir la vida con otros hombres. Desde su concepción, está llamado a la vida social, de modo tal que depende de sus semejantes tanto para vivir como para “llegar a ser” socialmente humano.

Nadie puede darse la vida a sí mismo. Tampoco desarrollarse sin la presencia de la madre que le presta su cuerpo.
Una vez nacido requiere del cuidado, la alimentación, el calor y el amor de sus familiares.

Es en esa comunidad pequeña de la familia, donde aprende a conocer el mundo que lo rodea.
“Su mundo” es su familia. Primero la madre, con quien tienen el primer contacto relacional. Luego el padre y los demás mimbros.
Su desarrollo y educación dependerán de los demás y el proceso de socialización partirá necesariamente de su núcleo familiar.
Tan importante es la familia para el ser humano, que sin ella no podría alcanzar la plena humanización.
Si el hombre es el resultado de su herencia y su adquisición social, lo primero que lo va configurando es la familia.

“El matrimonio y la familia son un proyecto de Dios que invita al hombre y a la mujer creados por amor, a realizar su proyecto de amor en fidelidad hasta la muerte” (SD 217)
“Dios con la creación del hombre y la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión de la vida” (FC 28)
“Creados por Dios para el amor mutuo, en el varón y la mujer el matrimonio surge de la misma naturaleza. La paternidad y maternidad humanas, aún siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una “semejanza” con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor” (FC 6 Directorio de Pastoral Familiar 15)

Si el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, también la familia encuentra su imagen en el Creador. El misterio trinitario, origen y meta de toda la creación, imprime en el corazón del hombre, el deseo de la unión por el amor, como realización plenificadora.
El misterio trinitario se explica en algún sentido por la relación de amor entre el Padre y el Hijo.
El Padre es padre porque tiene un hijo y Éste lo es porque tiene padre, y existe entre ellos una relación de amor personal, el Espíritu Santo.

El Padre es desde toda la eternidad el origen de la Trinidad y ha engendrado al Hijo, que es consubstancial al Padre. Del Padre y del Hijo procede por efusión el Espíritu Santo (Nicea 325, Constantinopla 351)

De allí que el hombre, único ser espiritual y material a su vez, creado a imagen de Dios, realice en su vida esta relación de íntima unidad en la diversidad. La familia es un analogado de la Trinidad, como lugar y fuente de amor.

En el AT aparece la familia, como protagonista del plan salvífico de Dios.
El Pueblo de Israel tiene su origen en una familia, la de Abraham y Sara; y a lo largo de su historia se va a identificar con esta realidad. “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”.
Las doce tribus tienen su origen en una familia (la de Jacob o Israel)
En el NT, el Hijo de Dios quiso nacer en una familia. Dios, el Padre, le preparó una familia humana, la Sagrada Familia de Nazaret de María y José.
La vida de Jesús trasncurrió en medio de una comunidad familiar.
De hecho los relatos genealógicos, lo ubican siempre en medio de una familia humana con el origen en Adán o Abraham, según el Evangelio que tomemos.
Jesús vive una realidad familiar y comunitaria. Por eso se habla muchas veces de los hermanos de Jesús, de sus parientes.
El Señor va a ampliar su contexto familiar a aquellos que cumplen la Palabra de Dios. De eso modo asocia a todos los hombres a su familia.

Modelos culturales

Existen diversas teorías acerca del origen de la comunidad familiar. Tomaremos dos opuestos para comprender de qué se trata.

1. El evolucionismo regresivo ( los etnólogos modernos Thurwald, Schmit, Koppers) sostiene que el matrimonio nació monógamo, luego se hizo polígamo pasando después a la unión de grupos y finalmente la promiscuidad sexual.
2. El evolucionismo progresivo (autores de finales del siglo XIX como Bachofen, Machennon, Morgan, Engels) sostiene lo contrario. Desde la promiscuidad sexual, el hombre ha ido evolucionando hasta llegar a la monogamia.

Hay experiencias de matrimonios grupales, ya sea simultáneo (un grupo de hombres de una tribu con un grupo de mujeres de otra al mismo tiempo) como los Nair de la India, los Olo-ot de Borneo; ya sea sucesivo (levirato) como se daba en Israel, Melanesia, India.

Patriarcado y Matriarcado

Entre los pueblos nómadas y pastoriles predomina la figura paterna, el patriarca, jefe de familia o clan. Es el modelo familiar indoeuropeo, semita y de los pueblos de ellos derivados (griegos, romanos, eslavos, germanos, babilonios, asirios, hititas, árabes, israelitas, etc.). Las características principales del patriarcado son: monogamia o poligamia, promogenitura, transmisión del apellido paterno, elección paterna de las esposas de los hijos. La ley fundamental es la patria potestas del padre sobre los hijos, que en algunos casos llegaba a ser sobre la vida y la muerte.
El esposo, en este modelo cultural era el rey de la casa.

A pesar de ser menos frecuente, el matriarcado aún existe en algunos pueblos de la India (dravidas, vedas, etc.) de África (bantúes del Congo), de Oceanía (Islas Salomón, Nuevas Hébridas), Indios americanos (iroqueses, apaches). Este modelo se caracteriza por: herencia por línea materna, exclusividad o al menos prevalencia, de las mujeres en las funciones cultuales (sacerdotizas), exaltación de la fecundidad, etc.
Según Schmit hay diversos grados de matriarcado:
a) La mujer cultivadora y propietaria, se casa con un hombre de otro grupo étnico político, el cual sigue viviendo con sus padres y sólo visita a su esposa de vez en cuando.
b) El hombre deja la casa de sus padres para vivir con su esposa, dueña y transmisora del derecho de propiedad de la tierra. La herencia sigue la línea materna y los hijos reciben el apellido de su madre.
c) Progresiva desnaturalización de los derechos de la madre debido a la creciente injerencia de sus parientes masculinos; especialmente de los hermanos, tíos paternos.
d) Hay una influencia cada vez más dominante del esposo y padre, que reemplaza al tío materno, en algunos casos después de un período previo de servidumbre en casa de su mujer.

Monogamia y poligamia

La poligamia tiene dos formas, la poliginia, esto es un esposo y varias mujeres; y la poliandria, o sea una esposa y muchos hombres.

La poligamia ha estado y está extendida, ya en su forma más estricta de un hombre y varias esposas “legales”, ya en la modalidad del concubinato legal o ilegal (una esposa legal y varias concubinas) en oriente. Otra forma es la de los casos de una especie de matrimonio ad tempus, a prueba (tribus de Persia, Japón, y lamentablemente ya presente en la cultura occidental)

La monogamia es lo más común y existe tanto en pueblos y religiones primitivos (veda, andamanes, aborígenes de Malaca, negritos de Filipinas, Karwela de Australia, algunos pigmeos de África central, etc.), como en pueblos evolucionados y modernos.
Como modelo cultural lo encontramos en Roma (el derecho legislava para una sola mater familiae), en el judaísmo (donde fue evolucionando desde la poligamia) y en el cristianismo que sólo admitió la poligamia desde su aparición.

Endogamia y exogamia

La endogamia es la práctica de casarse con personas del mismo linaje.
Puede ser:
a) familiar: entre hermanos (familias reales de Darfur, Thailandia, Ceilán, Polinesia, Madagascar, antiguo Egipto, indígenas de Hawai)
b) de clan o polis: en Atenas y todos los pueblos de origen patriarcal. Se casan con miembros del mismo pueblo. Con extranjeros lo hacen si adquieren el derecho de ciudadanía.
c) de clase o casta: prohíbe el matrimonio entre personas de distintas castas (India) o clase social (patricios y plebeyos en Roma, hombres libres y esclavos en Grecia) se buscaba mantener pura la raza.

Exogamia
Es la costumbre de buscar consorte fuera del propio clan, de un sitio o aldea determinada o de una clase social. Podemos así hablar de exogamia de clan, local o social.

Nuevas propuestas o modelos de familia

• Matrimonios a prueba: se unen por un tiempo determinado para probar si son capaces de convivir, si tienen compatibilidad afectiva y sexual. Esto contradice el sentido unitario y único del matrimonio, al mismo tiempo que no crea responsabilidades permanentes. La dificultad más clara es la educación de la prole.
• Uniones de personas del mismo sexo.
• Matrimonios compartidos: donde cada uno de los esposos tendría derecho a mantener relaciones amorosas con otras personas sin romper la unidad matrimonial (poligamia legal) Swinger.
• Familias sin hijos
• Familias ensambladas: es una forma de poligamia. Padres separados que forman nuevas parejas y así se asumen y comparten los hijos, que terminan siendo hermanos.
• Chicos de la calle sin familia

Bibliografía:

Mifsud, T. Una reivindicación ética de la sexualidad humana. Ed. Paulinas, pág. 249 ss
Documento de Puebla 266
Familiaris consortio 26





UNIDAD 6
El amor, principio y fuerza de la comunión

La palabra amor, expresa distintas realidades que tienen algo en común.

Veamos un breve vocabulario de la palabra amor

• Afectio: destaca el elemento de pasión en el amor (dolorosa o gozosa). El amor se padece (elemento pasivo sensitivo)
• Dilectio: indica elección. Elemento activo no sensitivo
• Studium: actitud de servicio, de estar a disposición de aquél a quien se ama
• Pietas: compasión, atención, comprensión
• Cáritas: estimativa de valor, o del precio del objeto amado (caro). Indica el núcleo del amor verdadero, incluído el de Dios.
• Amor: abarca todas las dimensiones, tanto lo sensitivo como lo anímico, lo espiritual y lo sobrenatural, lo pasivo y lo activo.

Otros nombres o clases de amor

• Eros: indica el elemento del impulso, ímpetu, inclinación que se inflama ante la belleza corporal o la contemplación de la hermosura espiritual. Abarca tanto lo corporal como lo anímico.
• Philía: amistad. Indica el elemento de comunión o solidaridad, que perdura en el tiempo no solo entre los amigos, también entre compatriotas, esposos, etc. La amistad es querer los dos las mismas cosas. “No es mirarse a los ojos, sino mirar los dos en la misma dirección”
• Ágape: del griego bíblico, se reserva generalmente para el amor de caridad hacia Dios en sentido religioso.
• Filantropía: amor de benevolencia. El que ama a alguien por sí mismo, sin buscar recompensa.
• De concupiscencia: el que ama por el placer o beneficio que recibe.

El amor es una virtud relacional, que nos abre al Otro y a los otros. No se puede hablar de amor sin dos sujetos que se amen.
Por eso podemos distinguir:

• Amor de benevolencia: es el amor que se da sin esperar respuesta. Filantropía.
• Amor de amistad: es el amor que se da entre dos personas recíprocamente.
• Amor de Caridad: es el amor a Dios y a los hombres por amor de Dios.

Significados equívocos de amor

• Sexo: “hacer el amor”. Identifica amor con eros o libido o genitalidad.
• Gustar de: (to like, to love, to fond of hechizo). Se gusta de las cosas, a las personas se las ama.

Elemento común:

• Tendencia activa y pasión o hechizo que nos sobreviene
• Conmoción y tensión a gozar o poseer
• Posesión y entrega o donación
• Inclinación hacia Dios o hacia las creaturas, o hacia los bienes materiales

El amor es una aprobación. Declarar que algo es bueno. Reconocimiento de la bondad del objeto amado y de su ser o existencia. Confirmación de la persona amada en su ser: “es bueno que tú existas”.

El amor es elección o preferencia: amar es elegir o preferir “qué bueno es estar con vos”

El amor es tendencia a la comunión (comunicación de bienes)

Cáritas Ágape: no se opone al eros, como la Gracia no se opone a la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva.
Comprende en sí misma todas las formas del amor humano. La propia capacidad de amar del hombre es elevada a la participación en el querer creador de Dios.
Si la caridad eleva y perfecciona, el Ágape no es simplemente un paso más allá ni una simple sublimación, sino que es el amor humano transformado y asumido en el amor divino y en el misterio Pascual, amor humano muerto y resucitado.

Bigliografía
Benedicto XVI, Deus Caritas est.


La familia comunidad de personas

Familiaris consortio

“En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda reconstituida en su unidad por la fuerza redentora de la muerte y resurrección de Cristo.(37) El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de este acontecimiento, constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio al hombre y a la mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su cuna y el lugar donde puede actuar la propia inserción en las generaciones humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia” 15
FORMACIÓN DE UNA COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas. Cuanto he escrito en la encíclica Redemptor hominis encuentra su originalidad y aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente».(45)
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la comunidad conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne»(46) y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma(47)—, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad matrimonial confirmada por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno amor».(48)
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad: «Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad».(49)
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza —como han hecho los Padres del Sínodo— la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza.(50)
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la «dureza de corazón»,(51) sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el «testigo fiel»,(52) es el «sí» de las promesas de Dios(53) y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin.(54)
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».(55)
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en el Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y aliento a las numerosas parejas que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo» en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre. Pero es obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, «el Primogénito entre los hermanos»,(56) es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama santo Tomás de Aquino.(57) El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acumuna y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».(58)
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y más rica»:(59) es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el intercambio educativo entre padres e hijos,(60) en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana.(61) En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio «ministerio», esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa»
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han afirmado justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad de las relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y vocación de cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el don sincero de sí mismas.(63)
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención privilegiada a la mujer, a sus derechos y deberes en la familia y en la sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse también el hombre como esposo y padre, el niño y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»,(64) Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana. Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús».(65)
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su don y su función de esposo y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»,(67) y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne».(68)
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe san Ambrosio— sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer... Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor».(69) El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de amistad personal».(70) El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia.(71)
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible.(72) Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios,(73) el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa,(74) un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de la Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que los niños vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los cielos».(75)
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979: «Deseo ... expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del 2000 que se acerca?».(76)
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario —material, afectivo, educativo, espiritual— a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»,(77) serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación de los padres.(78)
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia— y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para tantas familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a todos a descubrir y a valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad civil y eclesial, y en particular en la familia. En realidad, «la vida de los ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios. Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha subscrito con agrado las palabras inspiradas "la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17, 6)!».(79)

Gaudium et spes
“Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.
Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio” 49.

El progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos
“ La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos. La activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir determinada persona.
Así, la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia. El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una familia propia.
Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el testimonio de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las personas versadas en las ciencias sagradas.
Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación humana.
Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente espléndidas.
Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.
Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo.

Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.
Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo” 52

viernes, 30 de octubre de 2009

MORAL FAMILIAR

UNIDAD 1

Antropología cristiana. Concepción creacionista y personalista. Dimensiones de la personalidad. La sexualidad.

Debemos partir de una antropología, preguntarnos qué es el hombre, cuál es su origen y su destino, para abordar luego el tema que nos ocupa. De lo contrario, si no sentamos las bases fundamentales, podemos caer en falsas concepciones o visiones extremistas que atentan contra una visión unitaria y realista.

El hombre es una creatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza. (Gn.
“Cristo el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS 22,1) en Cristo la imagen divina alterada en el hombre por el pecado, ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios (GS 22)

La imagen divina está presente en todo hombre. Dotada de un alma “espiritual e inmortal” (Gs 14) la persona humana es “la única creatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24)

Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.
Por su razón (Inteligencia) es capaz de dirigirse por sí misma a la verdad y comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (GS 15) ver s Agustín sobre el deseo
Está dotada de libertad, signo eminente de la imagen divina (GS 17)
En su conciencia escucha la voz de Dios que lo impulsa a “hacer el bien y evitar el mal” (GS 16).

Cristo vino a restaurar en el hombre la imagen perdida por el pecado. Quien cree en Cristo es hecho hijo de Dios. En el seguimiento de Cristo el hombre alcanza la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del Cielo.

Mirando la totalidad humana, encontramos en el ser humano una distinción que ya la misma Escritura se ocupa de señalar: “no es bueno que el hombre esté solo, hagámosle una ayuda que sea semejante a él… Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gn. 2, 18-24). Del costado de Adán nació Eva, la primera mujer. Así el hombre y la mujer están destinados a unirse entre sí con una unión más profunda e íntima que entre padres e hijos.
Esta diferencia de sexos está ordenada a la mutua atracción y felicidad.

El hombre se experimente originariamente a sí mismo en su apertura al mundo y en su comunicación con el prójimo, como un ser llamado a la socialización, a la comunión, pero a la vez también como distinto del otro. En esa relación interhumana nace el amor en sus diversas formas.

En el mundo de hoy se predica un amor sin más barreras que la de evitar el peligro. El hombre y la mujer viven su relación con temor a las consecuencias. No se vive un amor liberador. De allí que las relaciones sexuales se hayan convertido en una mera fuente de placer. En esta visión el sexo se expresa como una fuente de placer contínua que se puede utilizar en cualquier momento y con cualquier partner siempre que se eviten los riesgos, ya de embarazos no deseados, ya de enfermedades de transmisión sexual. Esto es una banalización del sexo y por ende del amor y de la persona humana.

Es necesario que consideremos la sexualidad humana en tres dimensiones:

a) El sexo no es algo periférico a la persona, no es algo que se tiene, sino algo que se es. Por el sexo nos diferenciamos y nos identificamos como varón o mujer. Configura nuestros sentimientos más hondos, nuestra actitud fundamental frente a la vida y ante Dios. Por medio de la sexualidad el ser humano puede donar lo más profundo de su personalidad, salir de sí mismo y dirigirse a los demás. En la relación conyugal se entrega la totalidad de la persona en la unión estrecha de cuerpo y alma.
b) El sexo solamente tiene sentido cuando es un instrumento del amor. El sexo buscado como fin en si mismo sólo atrae soledad. El sexo sólo puede satisfacer al ser humano cuando es expresión de un amor totalmente fiel y exclusivo, definitivo y público. Con él la persona se entrega con un amor total.
c) El sexo hace del varón y la mujer portadores de vida y partícipes de la acción creadora de Dios. Por ello la sexualidad humana abre a la vida, ya física, ya espiritual.

Estas tres dimensiones de la sexualidad humana abren al varón y a la mujer a la trascendencia histórica (el hombre se abre a los otros y se autotrasciende) y a la trascendencia sobrenatural (el hombre se abre a Dios y a la eternidad)

La integración de estas dimensiones de la sexualidad en una personalidad madura, ayudarán al ser humano a caminar seguros hacia su felicidad temporal y eterna.



UNIDAD 2


El matrimonio en la Sagrada Escritura. Celebración del matrimonio en el AT. Matrimonio, poligamia y levirato. El libelo de repudio. El matrimonio en el NT. Tradición y Magisterio.


El matrimonio en la Sagrada Escritura

El matrimonio fue instituido por Dios como último acto creador al formar a Adán y a Eva y enviarlos a unirse y reproducirse. (Gn. 2,18. 20. 21 ss)

El Creador ha hecho al varón y a la mujer el uno para el otro, de tal modo que su unión sea indisoluble “Serán una sola carne” (2,24) Este mandato divino se refiere a la institución matrimonial y no solamente a la primera pareja.
Gn 3,20 es el resultado inexorable de la unión, el fin del matrimonio.

Celebración del matrimonio en el AT

El hebreo y el griego desconocen la voz matrimonio. El hebreo tampoco conoce la palabra “esposo”. El ba´al, dueño y señor de la esposa, tenía que pagar un precio, el mohar para poder casarse con ella (Gn. 29, 20). El matrimonio era un convenio o contrato privado entre las partes interesadas. El novio o sus padres y los padres de la novia convenían la boda. Yahvé era el testigo y protector de ese acuerdo o alianza (berit) Tb. 8,7; 8,15; Gn. 1,28; 2,18; Mal. 2,13) En tiempos de Salomón el interés político influyó en las bodas y el mismo monarca contrajo matrimonio con mujeres extranjeras (1 Re. 11, 1ss) para afianzar alianzas.

Con anticipación se convenía la boda, especialmente el mohar. No era una compraventa ni la mujer era esclava. El precio era una especie de compensación por los daños y perjuicios hechos a su persona o a sus bienes.

El matrimonio se contraía a temprana edad, por lo general a los 18 años (Ecli. 7,23 ss; 2, Re 8,16ss). Una vez pagado el precio (mohar) la esposa pasaba a ser propiedad de marido, su be´ulat ba´al (Dt. 22,22) “la que pertenecía a su señor”. Cuando entraba al hogar conyugal de su esposo, la mujer se consideraba casada (Gn. 24,65.67) Se celebraba una fiesta que solía durar hasta siete días (Tb. 11,18 ss; Gn. 29,27; Rt. 3,9).
La esposa quedaba obligada a guardarle fidelidad a su esposo, so pena de muerte (Dt. 22, 20-22)
La ley protegía a la esposa contra las calumnias, que castigaba con multas hasta de cien monedas de plata y hacía perder al marido el derecho al divorcio (Dt. 22. 13,19)
El prometido que aún no se había casado quedaba eximido del servicio militar, para que no muriera en combate y otro tomara a su esposa (Dt. 20,7)

Matrimonio, poligamia y levirato

Del fuerte acento puesto sobre la procreación, deriva la justificación de la poligamia (1Re. 11,1 ss), del levirato (Gn. 38,6ss) y de otras costumbres.

La falta de hijos era tenida por un castigo divino y una maldición (Gn. 30,1; 1 Sam 1,6ss; Jer.18,21; Is. 47,9; Lc. 1,5 ss) Aún así el amor y la asistencia no se excluían (Gen. 2,20; 3,12; Tb. 6,22; 8,8; Prov. 5,18; Eccli 31,24; 40,23)

Poligamia

El pueblo de Israel llegó a la poligamia por la preocupación de tener una familia numerosa y fuerte. 2Re. 10,1. Pero el Señor estigmatizó la poligamia y a su introductor Lamec, hijo de Caín (Gn.4, 19)
En la antigüedad era común tener dos esposas (concubinas o esclavas) y se autorizaba al esposo de una estéril a tener hijos de la esclava (Gn. 16,3; 26,34 ss). Sin embargo la monogamia se veía como ideal matrimonial (Gn. 30,22)

El Sumo Sacerdote no podía tener más que una sola esposa (Sal. 127,3).
Poco a poco se fue desterrando la poligamia (Prov. 5,16 ss)
A partir del exilio la monogamia fue renaciendo en el pueblo de Dios (Tb. 8,5-8)

Levirato

El término levir significa cuñado. El matrimonio por levirato, también llamado por afinidad o yibbum, existió siempre en oriente y se fundaba en un principio de derecho hereditario que establecía que la mujer debía pasar siempre a la familia del marido y de ese modo mantener la endogamia del clan. La viuda de un hombre que moría sin hijos debía casarse con su cuñado, a fin de que el difunto tuviera descendencia (Gn. 38,8; 35,22; Dt. 25,5-10) La legislación y valoración moral del levirato se establece en Gn. 13,17; Jos. 10,24; Sal. 118,9; Lev. 18,16 ss; 20,21.
El matrimonio por levirato existía todavía en tiempos de Jesús (Mt. 22,24)

El libelo de repudio

En Gn. el matrimonio aparece como uno e indisoluble.
Moisés no instituyó el divorcio, sino que lo toleró. El divorcio no es una ley, sino una excepción tolerada.
El Deuteronomio autorizaba al marido que descubría algo escandaloso en su esposa, a escribir una carta de repudio, que entregaba a la mujer enviándola a casa de sus padres, quienes podían darla nuevamente en matrimonio (Dt. 24,1-5)
El libelo de repudio no puede considerarse la aceptación del divorcio, sino más bien la regulación de una costumbre.

Respecto de las causas motivantes del repudio, había dos escuelas rabínicas que opinaban distinto al respecto.
La de Sammay que admitía como causa el adulterio o la mala conducta de la esposa.
La de Hillel, que autorizaba por cualquier motivo el divorcio.

Aunque al principio el divorcio podía darse sólo por iniciativa del marido, posteriormente, en la diáspora, se admitió también por parte de la mujer.

Progresiva redención del matrimonio en el AT

Dios es el que da la capacidad de amar. Siendo el pecado la corrupción del verdadero amor, los profetas quisieron poner remedio a este mal, haciendo una verdadera teología del amor. Para ello utilizaron como modelo la alianza (Berit) entre Dios y su pueblo.
Oseas fue el primero ( 1-3) y lo siguieron Jeremías (2,2; 3,1-13) Isaías (54,4-8; 62,4 ss) Ezequiel (16 . 23)

Hablan en primer lugar de la gratuidad del amor (hesed) de Dios a su pueblo y de la infidelidad (adulterio) del pueblo hacia Dios. Esa idea se aplica a la relación conyugal humana. Esto hizo progresar la vivencia, doctrina y moralidad del matrimonio. Dios aplica elementos sanantes y elevantes al amor humano.
El período postexílico (587-538) señaló una recuperación moral del matrimonio con tendencia a la monogamia.

El adulterio era severamente castigado con la pena de muerte para ambos cónyuges (Lev. 20,10; Dt. 22,22). El divorcio mantenía aún una limitación permisiva (Dt. 24,1) En el libro de Tobías, las familias aparecen como monógamas.
Los libros sapienciales también defienden la monogamia (Prov. 5,18) que es vista como un ideal (Jer. 3,1)
Malaquías se opuso al libelo de repudio (2,14-16)

Jesús dirá que Moisés había permitido el divorcio por la dureza del corazón del hombre ( Mt. 19,8)

El matrimonio en el Nuevo Testamento

Los evangelios transfieren a Cristo el título de Esposo, atribuído por los profetas a Yahvé en el AT.
Los Sinópticos comparan el Reino de Dios con las nupcias que el Rey prepara para su Hijo. (Mt.22,2 ss)
El Rey es Dios, el Hijo Cristo, la boda es la unión del Verbo con la humanidad, que lo hace por amor y en matrimonio indisoluble. El banquete del Reino es la Eucaristía.
La voluntad de Dios es que todos participen de esas bodas.
Luego se nos habla de los sirvientes que deben salir a invitar para la boda y de la inasistencia que hay de parte de algunos invitados (Mt. 22, 3; Lc. 14, 18)

La indisolubilidad (Mc. 10,2-12; Lc. 16,18; Mt. 19; 1 Cor. 7)

Tanto Lucas como Marcos nos transmiten la doctrina por la cual Cristo define como adulterio el repudio de la mujer y la unión con otra.
Lc. 16, 18 “Quien repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio”
Mc. 10, 2-12 es la perícopa más importante sobre el tema

2 Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?»
3 El les respondió: ¿Qué os prescribió Moisés?»
4 Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.»
5 Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto.
6 Pero desde el comienzo de la creación, = El los hizo varón y hembra. =
7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, =
8 y los dos se harán una sola carne. = De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
9 Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.»
10 Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto.
11 El les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla;
12 y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
El libelo de repudio era una concesión precaria por la dureza del corazón.
Al principio no fue así. Al varón y a la mujer los hizo Dios y constituyen entre ambos una unión más íntima e inseparable que la que se tiene con los padres. Ya no son dos sino una sola carne.

Los discípulos se muestran sorprendidos ante la nueva enseñanza, lo cual significa que la comprendieron.


El “permisivismo” de Mateo (19,9; 5,32)

Si bien la doctrina de Mateo coincide con la de los otros evangelistas, los textos mencionados parecen insinuar alguna excepción en el tema de la indisolubilidad.

Mt. 19,9 “Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer - no por fornicación - y se case con otra, comete adulterio”.
Mt. 5,32 “Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio”.
En ambos casos la excepción se da en caso de fornicación. ¿Pero qué se entiende por fornicación? Si es adulterio entonces contradice la doctrina de Lc. y Mc.
Podríamos tener tres respuestas
1. Se trata de una permisión de tipo pastoral. En ese caso estaríamos en la misma situación que plantea el AT. Sería el mal menor. Esta respuesta parece contradecir la voluntad de Jesús.
2. La traducción de “nisi ob fornicatorum” no debe entenderse como adulterio sino como concubinato. En el griego “me epi porneia”, porneia significa concubinato, matrimonio no válido. En este caso el desechar a la mujer no sólo estaría permitido sino que sería una obligación. Esta interpretación parecería decir algo obvio.
3. La Iglesia siempre interpretó este texto de Mt. como concubinato y es impensable, dentro del concepto católico de Magisterio, admitir que la Iglesia se equivoca en la interpretación del Evangelio (trento Dz 1807 GS 48)
En este contexto debemos aclarar que algunas Iglesias separadas interpretan este texto de Mateo en el sentido divorcista. Es decir llegan a aceptar un divorcio y posterior casamiento.
San Pablo se refiere al matrimonio como don y carisma de Dios (1 Co. 7,1-17). Es una vocación.
Los deberes conyugales
7:1 Ahora responderé a lo que ustedes me han preguntado por escrito: Es bueno para el hombre abstenerse de la mujer.
7:2 Sin embargo, por el peligro de incontinencia, que cada hombre tenga su propia esposa, y cada mujer, su propio marido.
7:3 Que el marido cumpla los deberes conyugales con su esposa; de la misma manera, la esposa con su marido.
7:4 La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; tampoco el marido es dueño de su cuerpo, sino la mujer.
7:5 No se nieguen el uno al otro, a no ser de común acuerdo y por algún tiempo, a fin de poder dedicarse con más intensidad a la oración; después vuelvan a vivir como antes, para que Satanás no se aproveche de la incontinencia de ustedes y los tiente.
7:6 Esto que les digo es una concesión y no una orden.
7:7 Mi deseo es que todo el mundo sea como yo, pero cada uno recibe del Señor su don particular: unos este, otros aquel.
7:8 A los solteros y a las viudas, les aconsejo que permanezcan como yo.
7:9 Pero si no pueden contenerse, que se casen; es preferible casarse que arder en malos deseos.
7:10 A los casados, en cambio, les ordeno —y esto no es mandamiento mío, sino del Señor— que la esposa no se separe de su marido.
7:11 Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer.
7:12 En cuanto a las otras preguntas, les digo yo, no el Señor: Si un hombre creyente tiene una esposa que no cree, pero ella está dispuesta a convivir con él, que no la abandone.
7:13 Y si una mujer se encuentra en la misma condición, que tampoco se separe de su esposo.
7:14 Porque el marido que no tiene fe es santificado por su mujer, y la mujer que no tiene fe es santificada por el marido creyente. Si no fuera así, los hijos de ustedes serían impuros; en cambio, están santificados.
7:15 Pero si el cónyuge que no cree desea separarse, que lo haga, y en ese caso, el cónyuge creyente no permanece ligado al otro, porque Dios nos ha llamado a vivir en paz.
7:16 Después de todo, ¿qué sabes tú, que eres la esposa, si podrás o no salvar a tu marido, y tú, marido, si podrás salvar a tu mujer?
7:17 Fuera de este caso, que cada uno siga viviendo en la condición que el Señor le asignó y en la que se encontraba cuando fue llamado. Esto es lo que prescribo en todas las Iglesias.

También sitúa al matrimonio en una perspectiva de salvación, eclesial, bautismal y escatológica (Ef. 5, 22-32)
5:22 Las casadas estén sujetas a sus propios maridos como al Señor;
5:23 porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador.
5:24 Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo.
5:25 Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella,
5:26 para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra,
5:27 a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha.
5:28 Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama.
5:29 Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia,
5:30 porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos.
5:31 Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.
5:32 Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia.
Tradición y Magisterio
Tanto la Tradición como el Magisterio, se ocupan del matrimonio al tratar el libro del Génesis o el relato de las bodas de Caná, el tema de los Sacramentos o en las disputas contra las herejías.
Los maestros escolásticos también le dedicaron un espacio al tema y los movimientos de espiritualidad laical han llegado a subrayar los valores cristianos del matrimonio.

Centraremos nuestro estudio en dos partes. Respecto de la Tradición nos ocuparemos de San Agustín; acerca del Magisterio nos ocuparemos de los Concilios Ecuménicos anteriores al Vaticano II.

San Agustín

Tomó y sintetizó todo el pensamiento que lo había precedido. Esta síntesis influyó hasta el siglo XVI.
El origen y la finalidad del matrimonio cristiano, está en la voluntad salvífica de Dios, eterna y eficaz, con la que destina a los hombres a la ciudad eterna. Esta voluntad divina no ha cambiado sustancialmente a pesar del pecado, ya que no ha dejado de ser salvífica ni ha cesado de tener eficacia ante la nueva situación proveniente del pecado original.
San Agustín desarrolla el tema del matrimonio primero y principalmente de cara a aquella comunidad definitiva que llama con el nombre de “civitate Dei” Ciudad de Dios. No es para él el matrimonio una unión meramente terrestre, convocada por la carne y la sangre solamente, sino una preparación activa para el cielo, un “seminario de la ciudad de Dios” (De civitate Dei XV, 16,3; PL 41, 459). Este origen y fin del matrimonio y la bondad intrínseca del mismo son las coordenadas que conducen el pensamiento de San Agustín en esta materia, no sin las vicisitudes originadas por la triple actitud polémica que en aquella época de la historia de la Iglesia se desató.
Veamos cuáles eran los tres errores o herejías de la época.
Por un lado tenemos la actitud pesimista de los maniqueos, el exagerado optimismo de los pelagianos y el indiferentismo de Joviniano.
Maniqueos
Su doctrina consiste en considerar dos principios creadores, uno bueno y uno malo que actúan en el mundo y en el hombre. De allí que el hombre no es libre, sino un campo de batalla donde guerrean estos dos principios.
San Agustín escribió entre el 388 y el 395 obras contra los maniqueos a favor del matrimonio (de moribus Ecclesiae Cathólica, De Genesi contra maniqueos, De continencia).
La herejía maniquea aplicada al matrimonio y a la moral sexual fue gravísima a pesar de la defensa aparente que hacía de la virginidad. Ellos huían del matrimonio por considerarlo como malo, condenable, invento del demonio. Consideraban que si algunos no resistían a la tentación de casarse, no debían tener hijos, ya que engendrarlos era tan malo como encerrar en una cárcel de carne partículas de Dios que son las almas (Cf. Contra Faustarum Maniquearum a 397-398 PL 42, 207 ss)
Alrededor del 400 san Agustín dedicó sus mayores esfuerzos para salvar el equilibrio necesario entre dos realidades o estados de vida sustantivos para la vida de la Iglesia: la virginidad y el matrimonio. Equilibrio que había sido roto en fecha inmediatamente anterior por los errores doctrinales y prácticos del monje Joviniano, el cual no sólo afirmaba que ante Dios los mismo da la virginidad que el matrimonio, sino que sus afirmaciones iban más allá todavía, llegando a decir que la mayoría de los que optaban por la virginidad o el celibato lo hacían con el fin de escapar de las cargas inherentes al matrimonio y no como un modo de agradar a Dios. Era una falta de humildad y espíritu de sacrificio para él. Para justificar esta doctrina utilizaba textos del AT donde se subraya el ejemplo de aquellas mujeres que se casaban y tenían muchos hijos, dejando de lado el NT, precisamente los textos donde el mismo Jesús exalta la virginidad por el Reino de los Cielos.
Tanta fue la influencia de Joviniano que muchos monjes y monjas, dejaron sus monasterios para casarse.
Era difícil poder luchar contra esta doctrina por el riesgo de caer en un rebajamiento del matrimonio.
San Agustín escribió primero sobre la bondad del matrimonio “De bono coniugali”.
“Se equivocan aquellos hombres que no guardan la moderación, los que yendo a bandazos de extremo a extremo, no miran los demás testimonios, que también son de autoridad divina. Si los quisieran leer, podrían liberarse de la polarización heterodoxa y gozar de la doble presencia de la verdad y de la prudencia. No faltan quienes queriendo leer en la Sagrada Escritura los elogios de la virginidad, condenaron el matrimonio, y quienes siguiendo solamente los testimonios de la SE sobre la bondad del matrimonio, equipararon la virginidad a las nupcias. A algunos les basta leer en san Pablo frases como las de que es bueno no comer carne ni beber vino y otras semejantes, para emitir un juicio negativo sobre las criaturas de Dios tratándolas de impuras; y hay quienes caen en el extremo contrario: la simple lectura de que toda criatura de Dios es buena, y que no hay que rechazar lo que se recibe en acción de gracias, les basta para caer en la voracidad” (de fide et operibus 4,5 PL 40,200)
Así san Agustín ensalzó la virginidad pero salvando la bondad del matrimonio y avalando su afirmación “es Dios mismo el que recomienda el matrimonio como consta en la SE; el matrimonio es obra de Dios, y las obras de Dios son buenas (Gn 1 y 2); esto mismo se demuestra por la presencia de Cristo en las bodas; el amor se desarrolla en la vida matrimonial en la que el esposo y la esposa aspiran al título de padre y madre que se dan mutuamente; esta meditación de paternidad les da cierta gravedad, entendida como dignidad y elevación; la fe mutua, entendida como fidelidad, es otro de los grandes bienes del matrimonio: esta fe que aún a nivel de realidades humanas es un gran bien espiritual; la sacramentalidad del matrimonio entendida en su indisolubilidad, está consagrada como el tercero de los bienes matrimoniales, pero como el bien más grande de los tres, hasta el punto de ser fuente de sentido y exigencia para el matrimonio por sí mismo, aún de que falte a éste los demás bienes, los hijos y la fidelidad de hecho.”
Conclusión
1. Afirma la bondad del matrimonio, una bondad absoluta, no como si fuera un mal menor (que la fornicación). El matrimonio es bueno en sí mismo como fin y no como medio de huir del pecado “no son dos males el matrimonio y la fornicación, de los cuales uno es peor que el otro”
2. Compara el matrimonio con la virginidad, sentando la prioridad sobre ésta si es vivida por el Reino de los Cielos (De bono coniugale 8,8 PL 40, 379)
En la tercera fase en su vida y doctrina, san Agustín insiste (contra el optimismo exagerado de Pelagio) en que si bien es sexo viene de Dios y a Dios conduce, no se puede ignorar la realidad histórica del pecado original y la necesidad de la redención por la gracia. El sexo, la afectividad, la relación del hombre y la mujer están necesitados de la gracia sanante y elevante.
El matrimonio mismo es bueno, viene de Dios. La concupiscencia no es buena, no viene de Dios (PL 44, 606). No necesitaríamos de la gracia ni de la redención si hubiéramos nacido con una naturaleza pura y en gracia. Tampoco podría darse la redención si la naturaleza humana fuera intrínsecamente mala.
Así san Agustín sintetiza su pensamiento frente al optimismo exagerado de Pelagio y el pesimismo de los maniqueos.
Las nupcias son buenas (De percato oirginali 33, 38 y 34,39; PL 44, 404).
El matrimonio es naturalmente bueno, la gracia lo perfecciona. La gracia del matrimonio es necesaria por la actitud de desobediencia que heredamos y que como conflicto permanece siempre a pesar del Bautismo.

“El reato (del pecado original) desaparece con el Bautismo, pero su conflicto permanece hasta la muerte. No bastan las fuerzas de nuestra voluntad, como a primera vista te parece, para superarlo, si la fuerza de la gracia no nos ayuda de lo alto. Es luchando y no negando su existencia, como se logra la victoria; venciéndola, no excusándola: pues se trata de una concupiscencia que si cedes consintiendo en ella, el mal se presenta como pecado (personal); si resistes, también reconoces su maldad con tu misma lucha por evitar la caída” ( Opus imperfectum contra Julianum PL 45,1090)

b) Los bienes del matrimonio

San Agustín afirmó el sentido positivo de la gracia del matrimonio, necesaria para amar los bienes: prole, fidelidad y sacramentalidad (De nuptiis et concupescentiis 1,37,19; PL
44; 424).

En cuanto a la prole, los esposos cristianos, no solamente desean que nazcan los hijos, sino también que renazcan para la vida eterna. Sin esta referencia sobrenatural, no podría hablarse de bonum proles, sino simplemente de prole, porque toda paternidad, participada de la de Dios, tiene que orientarse definitivamente hacia Dios en la prolongación de sus hijos. No basta que sea solamente participación de la obra creadora de Dios, sino también de su voluntad salvífica.

También la fidelidad mutua, se especifica y eleva como cristiana: “no se trata de una fidelidad pagana consistente en los celos de la carne…en el matrimonio cristiano, los esposos, que son miembros de Cristo, deben temer el adulterio y evitarlo, no por egoísmo, sino por amor al cónyuge ( y a Cristo esposo original), y de Cristo esperar el premio de la fidelidad que dan al otro cónyuge”
“Muchas veces el marido estará ausente, siempre el esposo estará presente” dice, refiriéndose a Cristo, Esposo de la Iglesia.
Más aún, esta fidelidad e indisolubilidad tienen sentido en esta perspectiva cristiana del matrimonio, aunque de hecho no se tengan hijos por no poder tenerlos, ya que para san Agustín “no hay matrimonios cristianos estériles si viven el espíritu del Nuevo Testamento, serán fecundos, no físicamente, en la visibilidad de sus hijos, sino espiritualmente en los hijos de los demás”

En cuanto a la sacramentalidad, nunca tuvo dudas acerca de que el matrimonio viene de Dios y que fue ratificado por la presencia de Cristo en las Bodas de Caná.
Supuesta la presencia de Cristo, que es lo principal, era de esperar que aquellos novios se convirtieran en esposos cristianos en fe, caridad, castidad, etc. y que si es preciso el agua se convirtiera en vino.
Así queda afirmada fundamentalmente la sacramentalidad del matrimonio, no ya con las palabras de Cristo, sino con los hechos y gestos, con su presencia transformante en las Bodas.

En la Edad Media, santo Tomás de Aquino integró la visión del matrimonio dentro del sentido total cristiano del ser humano. Retoma la doctrina agustiniana de los tres valores pero expresando toda la diginidad humana del matrimonio. Mientras que para Agustín, dice Kasper, esos valores no suponían más que posibles motivaciones en orden a una decisión en pro del matrimonio, Tomás expresa por medio de ellos toda su dignidad humana. Mediante esos tres valores, el matrimonio queda integrado en el sentido total del ser humano.

3. El matrimonio en los Concilios de la Iglesia
Este tema ha comenzado a ser tratado por el Magisterio en forma tardía, a partir del S. XII. Hasta entonces, existía la conciencia de que el matrimonio era algo sacral.

Siempre la Iglesia tuvo conciencia de ser sacramento de salvación y de la existencia de los siete sacramentos instituidos por Cristo.
Esta verdad es consubstancial a la Iglesia misma. En la esencia misma de la Iglesia, está la Alianza salvífica de Dios con el pueblo elegido, en la cual Dios es el Esposo que libremente y por amor (heded) se da salvíficamente a la esposa (Os. 2; Jer. 3,6-16; Ez. 16 y 23; Is. 54)
La fase veterotestamentaria, no merece más que el nombre de “promesa matrimonial”, ya que la plena realización del matrimonio tendrá lugar en la nueva Alianza en Cristo.

La relación Cristo-Iglesia, se presente a modo de sacramento original de todo matrimonio. En esta perspectiva afirma el Concilio de Trento que difieren mucho los sacramentos de la antigua ley de los de la nueva (DZ 845)

Tres fases se nos presentan en tres concilios ecuménicos medievales

a) Los sacramentos son siete, siendo uno de ellos el matrimonio. En el Concilio Ecuménico II de Lyon (1274) se les preguntaba a los orientales (en ocasión de su unión con Roma) si creían que el matrimonio es uno de los siete sacramentos: “la Iglesia sostiene y enseña que siendo siete los sacramentos, uno de ellos es el matrimonio” (DZ 465-466).
Ya anteriormente el II Concilio de Letrán (1139) había hecho una referencia al matrimonio, pero se contentó con “reprobar a los que condenaban la alianza legítima del matrimonio” (Dz 367). Y el Concilio de Verona (1184), no ecuménico, había hablado del sacramento del Matrimonio junto con los del Bautismo, Eucaristía, Penitencia, Etc. (Dz 402)
b) Sacramento de la nueva Alianza. Esta expresión del Concilio de Florencia (1438-45) ilumina más nuestro tema al afirmar que el matrimonio es Sacramento de la nueva Alianza. La diferencia con los de la antigua es que aquellos no surtían ningún efecto de gracia, sino en virtud de la Pasión futura de Cristo. Los de la nueva Alianza, en cambio, contienen la gracia y la confieren a quienes los reciben dignamente (Dz 702)
Esta doctrina tomada luego por Trento, es importante porque advierte a los que viven la realidad matrimonial en la etapa de la nueva Alianza toda la significación, la elevación de gracia y las exigencias morales de la fase de la historia de la salvación en que vivimos.
c) El matrimonio es eficaz por su gracia. Es lo que dice el Concilio de Trento (1545-63) teniendo presente las dudas, vacilaciones y negativas de los protestantes a este respecto y dando respuesta a ellas: “la gracia que perfecciona aquel amor natural y corrobora su indisoluble unidad, nos ha sido merecida por Cristo en su Pasión, siendo Él quien ha insitutido y perfeccionado estos venerables sacramentos; concesión de gracia que ha sido sugerida por el Apóstol Pablo en Ef. 5, 25-32” (Dz S 1799, DZ 969)
Todavía es más explícito aquel Concilio al enseñar dogmáticamente que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituido por Cristo, que concede gracia y que no puede pertenecer a la Iglesia quien no admita esta doctrina (DZS 1801, Dz 971)


El Magisterio Pontificio

En la época moderna, varios Pontífices se han ocupado del matrimonio: León XIII Arcanum 1880, Pío XI Casti Conubii 1930, Pío XII en discursos y alocuciones, Paulo VI Humanae Vitae, Juan Pablo II Familiaris Consortio.

Casti Connubii Pío XI, 1930

“El matrimonio fue insituido por obra de Dios; fue protegido y confirmado con leyes divinas, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Sin embargo, en cada matrimonio es necesario el consentimiento de las partes, de tal modo que si este faltara, no podría suplirse por ninguna potestad humana. Esta libertad, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieren contraer nupcias y con esta persona precisamente.
La naturaleza del matrimonio está sustraída totalmente a la voluntad humana una vez que se ha contraído. El hombre queda sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales.
La prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. El mismo Creador lo enseñó así: “creced, multiplicaos y llenad la tierra” (Gn. 1,28) Lo mismo dice san Pablo en Tim. 5,14.
El segundo bien del matrimonio es el de la fidelidad, o sea la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, o sea que lo que se debe únicamente al otro cónyuge, no le sea negado ni a otro permitido. Esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio.
Las mutuas relaciones de los cónyuges deben distinguirse por la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el debido decoro.
Pide además la fidelidad del matrimonio que los esposos estén unidos por un santo y puro amor que radica en el íntimo afecto del alma y se comprueba en las obras exteriores. Este amor no sólo comprende el mutuo auxilio, sino que debe extenderse a la recíproca ayuda en orden a la formación y a la perfección cada día más cabal del hombre interior, de modo que crezcan en las virtudes.
Esta mutua formación interior puede llamarse también causa y razón primaria del matrimoni, cuando no se toma estrictamente como una institución para procrear y educar a la prole, sino en sentido más amplio como una comunión, estado y sociedad para toda la vida” (DZS 3700-3707, Dz 225-2232)

Las demás encíclicas y documentos mencionados los desarrollaremos en los diversos temas que trataremos

UNIDAD 3
TEOLOGÍA DEL MATRIMONIO
El matrimonio Institución natural. El matrimonio Sacramento. Los ministros del Sacramento.

El matrimonio como Institución natural

El matrimonio es una sociedad que se constituye por la unión marital de un varón y una mujer, contraída entre personas legítimas y que lleva a mantener una íntima costumbre de vida permanente y monógama.
Se puede distinguir entre el acto constitutivo del matrimonio (matrimonio in fieri) y el estado de consumación (matrimonio in facto esse) que se funda en el anterior.
El carácter de sociedad propio del matrimonio como institución natural es una de los rasgos esenciales que lo constituyen y como toda sociedad está dotada de características y fines que la configuran y especifican de tal manera que, si éstos faltasen, dejaría de tner sentido hablar de semejante sociedad.
Esas características esenciales son la unión permanente entre un varón y una mujer ordenada a unos fines comunes: el bien de los cónyuges y la generación y educación de los hijos. Todo esto es consecuencia de un libre pacto por el que ambos cónyuges hacen mutua donación del derecho sobre su propio cuerpo en orden a los actos requeridos para procrear.
Es posible distinguir así el matrimonio como institución natural y el pacto que da origen a esa relación.

El matrimonio como institución natural implica un convenio específico entre un varón y una mujer que lo hace totalmente diverso tanto de la unión de los irracionales, movidos por el instinto, como de aquellas uniones inestables entre los hombres (Casti connubii)
El matrimonio se especifica por la absoluta unidad del vínculo, contraido por libre voluntad, de modo indisoluble y ordenado a la procreaci´ñon.

¿Cómo y cuándo se ha instituido el matrimonio?

Aparecen dos rasgos que debemos considerar. Por un lado la sexualidad humana escindida en varón y mujer, que muestra entre sí una mutua complementariedad con vistas a la propagación de la humanidad; y la socialización que ha de entenderse como “una apertura esencialmente de la persona hacia los otros y que existe en virtud de la misma naturaleza” (A del Portillo, Morale e Diritto)

Las normas constitutivas esenciales del matrimonio hay que buscarlas en el Creador el hombre y por lo tanto en la esencia metafísica de las cosas.
Una concepción positivista (historicista, evolucionista, culturalista, etc.), no responde a la verdad de lo creado.
“Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue insituído ni establecido por obra de los hombres sino por obra de Dios” (Pío XI Casti connubii DZS 3700, Dz 2225)

El contrato matrimonial surge por la concurrencia de dos voluntades libres que pueden o no acceder al contrato. La libertad humana debe respetar la naturaleza propia de la institución, sus normas constitutivas que provienen de Dios, los elementos esenciales del contrato, que asumidos libremente por el hombre, quedan sin embargo sustraídos a su arbitrio, como igualmente lo están cualesquiera normas fundadas en el derecho natural.

Si el matrimonio se realiza por el intercambio de consentimientos, estamos ante un contrato. Esta afirmación asumida por la Iglesia y basada en el derecho romano, trajo varias discusiones y teorías al respecto.

Así para los civilistas, si el matrimonio es un contrato y un sacramento, lo primero corresponde al derecho civil. Habría dos actos jurídicos distintos: el contrato, acto civil que debe ser regulado por el Estado, y el Sacramento regulado por la Iglesia, Pero “como la materia del sacramento es el contrato, no puede haber verdadero sacramento si el contrato civil es nulo”. De este modo el Estado terminaba regulando todo.

A partir del siglo XVIII, las torías individualistas liberales hicieron suya la idea de matrimonio-contrato para sacar la conclusión de que el matrimonio no puede ser indisoluble dado que un contrato no puede obligar, según ellos, contra la voluntad de las partes.

Los intelectuales franceses, ante la caída de la natalidad y el aumento de los divorcios, sustituyeron la noción de contrato por la de institución. Así el matrimonio era para ellos “la unión natural organizada en institución para el bien de la familia y de la sociedad”.
No niegan el principio tradicional “el consentimiento hace el matrimonio”, pero niegan que éste sea un contrato. Para ello distinguen entre los actos jurídicos en los cuales las partes se obligan a determinados actos que ellos mismos consensúan y aquellos en los cuales sólo aceptan las condiciones previamente establecidas y a las cuales se obligan. Entre éstos últimos estaría el matrimonio.

El matrimonio sacramento

La institución natural ha sido elevada por Cristo a la dignidad de Sacramento.
“Cristo el Señor elevó el matrimonio a la dignidad de Sacramento y justamente hizo que los cónyuges, protegidos y defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron, alcanzacen la santidad en el mismo matrimonio” (León XIII, Arcanum 1880, DZS 3142, DZ 1848)
Se mantiene la institución natural y sus carácterísticas esenciales, pero el carácter sacramental del matrimonio cristiano eleva, en virtud de la gracia, la misma institución, confieriendo a los esposos esa ayuda sobrenatural en orden a la santidad dentro del nuevo estado.
Todo cuanto integra el matrimonio se encuentra como radicalmente potenciado por la gracia, que perfecciona el amor natural entre los esposos, confirma su indisoluble unidad y los santifica (Cfr. Casti connubii DZS 3713, Dz 2237)

El mismo consentimiento matrimonial entre bautizados ha sido constituído signo de la gracia y de ahí que “la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio, que no puede haber matrimonio verdadero entre bautizados sin que sea por eso mismo sacramento” (Pío XI Casti Connubii, León XIII Arcanum, DZS 3145, Dz 1854, C. 1055)

El matrimonio cristiano es “sacramentum magnum” (Ef. 5,32) por los efectos y exigencias sobrenaturales que entraña, y por significar en modo particular , la perfectísima e indisoluble unión entre Cristo y su Iglesia (Cfr. Concilio de Florencia, Pro armeniis 22/11/1439 DZS 1327 Dz 701-702)

“Ningún católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, intituidos por Cristo Señor y que por tanto…cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del sacramento, sea cualquier ley, aún la civil, en cuya virtud está hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato… y por tanto, el sacramento no puede separarse nunca del contrato conyugal” (Pío IX 27/9/1852 DZS 1640, Dz 876)

El matrimonio es una de las formas mediante las cuales se actualizan el amor y la fidelidad eternos de Dios que se revelaron en Jesucristo. El amor entre una varón y una mujer, en el matrimonio, es un signo actualizante, una manifestación del amor y de la fidelidad de Dios. De allí podemos concluír que el matrimonio es mucho más que un signo o una expresión de la unión entre Cristo y la Iglesia, a la vez que esta unión es más que su prefiguración o modelo. El matrimonio es la actualización histórica de esa Alianza y la unidad Cristo-Iglesia es el fundamento, la fuente de donde mana el amor conyugal. En definitiva, toda la Alianza, como la Historia de salvación en su conjunto se encuentran y basan en la Cruz.

Donde está vigente el matrimonio civil obligatorio, los bautizados pueden celebrarlo para cumplir un acto legal (Instrucción de la Sagrada Penitenciería Apostólica 15/1/1866)

Ministros

Son ministros del sacramento del matrimonio los contrayentes, es decir el varón y la mujer que mutuamente se dan y reciben el conentimiento matrimonial. La presencia del ordinario del lugar o del párroco o de sus delegados, es requisito para la validez, fuera de los casos excepcionales en los que los contrayentes pueden casarse ante dos testigos, pero esa presencia se requiere, no al modo de ministro, sino de testigo cualificado en orden a impartir la bendición nupcial y dar fe del acto de parte de la Iglesia. (Pío IX Syllabus, DZS 2966) Pensemos que recién a partir del Concilio de Trento se exigió la forma canónica para la validez. (Decreto Tametsi, 2563 DZS1813-16)
Sería erróneo por tanto considerar la necesidad de esta forma canónica como una exigencia que permitiera el control de la Iglesia sobre el matrimonio. El fundamento principal está en la esencia misma del matrimonio como acto público, que tiene consecuencias sociales y eclesiales.

No hay acuerdo entre los teólogos acerca de la materia y la forma de este sacramento. No siempre la teoría hilemorfista se puede aplicar. Lo que realiza el matrimonio es el consentimiento mutuamente dado y aceptado por personas jurídicamente hábiles.


UNIDAD 4
Dignidad del matrimonio. Derecho a contraer. Obligaciones y derechos de los cónyuges.

A la dignidad del matrimonio se oponen:

1. El olvido del carácter vocacional. El matrimonio no es sólo el consentimiento y la vida común de dos personas que se aman, sino además,una llamada divina, un compromiso personal con el Creador, que le manifiesta la trascendencia de su amor matrimonial al servicio de la vida “Creced y multiplicaos y llenad la tierra” (Gn.1,28).
El matrimonio es una auténtica vocación sobrenatural. Los esposos están llamados a participar del amor divino por medio del amor humano. Todo cristiano debe considerar siempre en su vida, la voluntad de Dios, el querer de Dios para él. Mal podrá considerar el matrimonio como vocación aquél que nunca se planteó el querer de Dios y sólo se dejó llevar por los impulsos humanos. Como verdadera vocación a la santida y signo de la unión dinámica de Cristo y la Iglesia, cada cónyuge se convierte para el otro en mediador, en vicario de Cristo. Podríamos afirmar que por el cónyuge se llega a Cristo.

2. La negación de la nobleza de la procreación.
“todo lo que Dios hizo es bueno” (Gn. 1,27-31). La sexualidad es para el hombre un don natural, un bien estructural anterior e independiente del bien o mal uso que de él se haga. Así la sexualidad es elemento integrador del ser racional.
Pero el ejercicio del poder procreador del hombre no constituye una perfección moral absoluta, sino que su valor moral está determinado por el recto y responsable uso que de aquél se haga. Por tratarse de una actividad humana cuyo ejercicio implica la donación y entrega mutua de las personas, sólo cuando la unión entre hombre y mujer es manifestación de la naturaleza de la propia interioridad de sus personas, es verdadermente humana tal y como Dios lo ha querido y tiene su expresión natural sólo y exclusivamente en el matrimonio, ya que únicamente a través de él y de la familia que surge la procreación tiende a la perfección de la sociedad y de la Iglesia.
De aquí que todo ejercicio del poder de la procreación contra natura o fuera del matrimonio o contra el fin natural del matrimonio, constituye un grave desorden de la vida sexual humana y por ello pecado grave.
“la dualidad de los sexos ha sido querida por Dios para que el conjunto hombre mujer sean imagen de Dios y como Él fuente de vida” (Paulo VI insegnamenti 304)
La procreación tiene que ser fruto del acto unitivo de los cónyuges. Por eso a su naturaleza se oponen: la unión fuera del matrimonio, la procreación fuera del acto unitivo (in vitro) y la unión cerrada a la procreación.


Derecho a contraer matrimonio

Por ley natural todo ser humano tiene derecho a contraer matrimonio. Sin embargo existen restricciones dadas por la misma ley natural, la ley de la Iglesia o la decisión de los sujetos.
Ninguna autoridad puede impedir el ejercicio de este derecho humano básico.
Por otro lado, si bien el matrimonio es necesario para el género humano en orden a su conservación y propagación; no es así para cada individuo. De ahí que sea legítimo renunciar al matrimonio por un bien mayor como la virginidad o el celibato por el Reino de los Cielos (Mt. 19,12)
Algunos han sostenido la necesidad absoluta de matrimonio para todo hombre diciendo que el ejercicio de la sexualidad es necesario para el desarrollo pleno de la persona, de modo que el célibe sería incompleto psicológicamente. Afirmación falsas, ya que mientras la sexualidad forma parte de la condición humana, la relación sexual no comporta una perfección moral o psíquica. En esto coincidimos con la visión froidiana de la sublimación, único mecanismo de defensa que Freud considera no patológico.

Obligaciones y derechos de los cónyuges

Estas obligaciones y derechos surgen de la justicia conmutativa, aquella que se da entre pares.

a) Amor conyugal.
Impregnando todos los bienes del matrimonio y unificándolos, está el amor conyugal. Para formar una auténtica comunidad de personas es necesario el auténtico amor de entrega total y generosa.
“El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor…el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él activamente” (FC 18)
“Los esposos deben amarse con un amor pleno y exclusivo como exigencia de su entrega matrimonial; al casarse manifiestan la decisión de pertenecerse de por vida y de contraer a ese fin un lazo objetivo cuyas leyes y exigencias, muy lejos de ser una esclavitud, son una garantía y una protección” (Paulo VI, insegnamenti 303)
Si el matrimonio presupone el amor, a su vez el amor es fruto del matrimonio, ya que en éste el amor ha de ser una singular forma de amistad personal que lleva a compartir generosamente todo. “No consiste en una simple efusión del intelecto y del sentimiento, sino que es… principalmente un acto de voluntad libre” (Paulo VI, HV 9)
“Quien ama de verdad a su propio consorte, no le ama sólo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí” (ib. Ver Ef. 5,18 ss y GS 49)
Toda la persona, con sus componentes afectivos y sensibles, carnales y espirituales, participa en el amor conyugal. Este amor, entrega u oblación de la persona dueña de sí, es imagen del amor sacrificado de Cristo a su Iglesia.
“El amor conyugal es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y maternidad” (GS 48)
El verdadero arte de amar consistirá en aquella claridad de mente y decisión de corazón, que mantienen y hacen crecer el primer amor, superando las dificultades, penas y contratiempos; más aún tomando ocasión de ellas para crecer en profundidad y hondura.
“Quien no es capaz de amar para toda la vida, no es capaz de amar ni siquiera un instante” (Juan Pablo II, Misa por las familias, Córdoba, 1987)

Se han superado la visión procreacionista que exaltó la generación como fin primario del matrimonio y la visión personalista que ponía el amor como fin objetivo principal del mismo. El Concilio Vaticano II presenta la síntesis de este modo:

“el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad” (GS 49; cfr. FC 14 y 17)

En el orden personal, vivencial, las parejas desean casarse cuando buscan la realización personal del amor fecundo que dará sus frutos en la prole y enriquece a los esposos en todos los aspectos de su vida. Quienes además tienen fe, desean contraer para cumplir la voluntad de Dios sobre sus vidas en el proyecto revelado por Cristo y enseñado por la Iglesia.

El Código de derecho canónico de 1983 define los fines del matrimonio diciendo:

“la alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, ha sido elevada por Cristo el Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (c.1055§1)


b) Los bienes del matrimonio
Volvemos al tema de los bienes para tratarlos desde el punto de vista moral.

1. La prole
Los hijos deben ser vistos como una bendición de Dios. Toda visión de la natalidad como algo que amenaza al hombre constituye una grave deformación de la realidad. El hombre se realiza en la entrega a los demás, que en el matrimonio implica una ordenación positiva a los hijos; la aceptación, más aún, el deseo de los hijos, crea en los esposos esa disposición de entrega y olvido de sí, en la que se realiza la auténtica personalidad y es condición de la felicidad. En un orden social colectivo, la consideración de la natalidad como un peligro para la humanidad, implica, entre otras cosas, un olvido de la Providencia divina.
La consideración de la Providencia, no excluye que el hombre use la razón y la prudencia.
La procreación de los hijos no es tanto una obligación cuanto un bien, un don de Dios y así debe ser considerado por los esposos.
La ordenación a ese bien trae consigo obligaciones: mantener abierto el matrimonio hacia la posible prole, y hacer cuanto sea posible para que esta prole venga.
Atentan contra este bien no sólo la esterilización y el abuso del matrimonio impidiendo la fecundación (anobulatorios, anticonceptivos) sino también toda actitud ante el matrimonio que cercene la fecundidad.
Si por las causas que fueren, no pudieran o no debieran tener hijos, deben ver en ello un mal o limitación cuya desaparición deben recibir con alegría y, si está en su poder, acelerar.
Sin embargo nunca les será lícito interponer métodos antinaturales con el fin de ser padres (fecundación artificial) porque la fecundidad es parte integral del acto sexual, que es además unitivo (HV 11)
Concebida ya la prole los padre deben protegerla y cuidarla. El mayor crimen es el aborto en todas sus modalidades. El aborto, que es un atentado contra la vida de un inocente, no sólo manifiesta que se ha perdido el sentido de la vida matrimonial, sino también el sentido mismo de la dignidad de la persona humana.
El acto sexual es lícito y meritorio siempre que se realice en conformidad con los fines del matrimonio (GS 49)
La ilicitud de un acto conyugal infecundo no puede justificarse aunque la vida matrimonial en su conjunto permanezca abierta a la procreación (HV 14)
Es ilícita toda acción que o en prevención del acto conyugal, o en su realización o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación (HV 14)

La paternidad responsable

En un tiempo, el tener muchos hijos, era el modo de proteger a la especie de su desaparición ante la mortalidad infantil, las epidemias, etc.
Hoy el avance de la medicina ha superado estos problemas, pero surgen otros.
La forma de vida actual en la que podemos ver la ausencia de la mujer en la casa, hogares físicamente pequeños, problemas económicos y sociales y el auge de los modelos que vende la sociedad de consumo, hacen que las familias sean reducidas en número de miembros.

Ya Pío XII señalaba la importancia y la licitud de la paternidad responsable.
“De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo, hasta la duración entera del matrimonio, serios motivos como los que no raras veces existen en la llamada indicación médica, económica o social. De aquí se sigue la observancia de los tiempos infecundos que puede ser lícita moralmente, y en las condiciones mencionadas es realmente tal” (Discurso al congreso de comadronas católicas, 29/10/1951)
Esta referencia a graves razones personales o derivantes de las circunstancias exteriores es tomada por Pío XII cuando señala que “la Iglesia sabe considerar con simpatía y comprensión las dificultades reales de la vida matrimonial…Por eso afirmamos la legitimidad y al mismo tiempo los límites, en verdad bien amplios, de una regulación de la prole, que, contrariamente al llamado control de nacimientos, es compatible con la ley de Dios. Se puede también esperar, pero dejando el último juicio a la medicina, que ésta consiga dar a aquél método lícito, una base suficientemente segura , y las más recientes informaciones parecen confirmar tal esperanza” (Discurso al Congreso del Frente de la Familia y de la Federación de las Asociaciones de las Familias Numerosas, 28/11/1951)

El Concilio Vaticano II, resalta la importancia de la paternidad responsable al afirmar que “en el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor creador de Dios y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios, se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad y de la Iglesia” (ver GS 50 y 51)

El 25 de Julio de 1968 Paulo VI promulgó la Encíclica Humanae Vitae.
Esta Encíclica ha recorrido un largo camino de controversias.
En la década de 1960 aparecieron los métodos de control natal administrados por vía oral. Muchos católicos pidieron que se reconsiderara la posición de la iglesia ante la creación de nuevos métodos anticonceptivos. En 1963 el Papa Juan XXIII creó una comisión de teólogos para que estudiasen el tema. Cuando Juan XXIII murió, el Papa Pablo VI aumentó el número de miembros de la comisión. Dicho grupo creó un reporte en 1966 que indicaba que el control natal artificial no tenía por que ser visto como un mal y que las parejas católicas deberían poder escoger entre los distintos métodos de planificación familiar. La comisión se dividió y surgieron dos informes. Uno creado por la mayoría de los integrantes de la comisión que estaban de acuerdo con el uso de los nuevos métodos y otro de dos de los miembros que determinaron que la Iglesia debía de mantener su posición tradicional. En 1967 los reportes fueron entregados a la prensa aunque aún no se habían presentado al Pontífice.

La publicación de la encíclica llevó a que grupos de católicos desafiaran las enseñanzas de la iglesia, además ha sido criticada por las organizaciones que sostienen los métodos abortivos y anticonceptivos como herramientas para el control de la población y la lucha contra el SIDA.
Dos días después que se publicó la encíclica, un grupo de teólogos rechazó abiertamente el enunciado. El grupo, liderado por el Rev. Charles Curran, que también trabajaba en la Universidad Católica de América, publicó su propio documento en el cual declararon que la conciencia individual de cada católico debía de prevalecer sobre un dilema tan personal.
Dos meses después, un grupo de obispos canadienses publicaron la Declaración de Winnipeg (originalmente Winnipeg Statement), ensayo que detalló que aquellos católicos que no aceptaran el enunciado no debían de ser excomulgados de la iglesia Católica y que una persona podría utilizar anticonceptivos siempre y cuando haya hecho un intento para aceptar las directivas de la encíclica.
El Papa Juan Pablo II respondió al argumento presentado por los obispos canadienses en la encíclica titulada Veritatis splendor. En dicho documento el papa reafirmó Humanae Vitae y aclaró que el uso de anticonceptivos artificiales no es una práctica aceptada por la iglesia Católica bajo ninguna circunstancia. La misma encíclica detalla el uso de la conciencia para determinar decisiones morales incluyendo el uso de anticonceptivos.
…”Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.”
Recientemente ha surgido una nueva ola de pensamiento que apoya los pensamientos de la Iglesia. Autores como Janet E. Smith, Scott Hahn y Mary Shivanandan han apoyado el razonamiento tradicional. El desarrollo de termómetros digitales más efectivos y mayor entendimiento del ciclo menstrual han permitido que los métodos naturales sean herramientas que permiten aplicar cabalmente el espíritu de la encíclica.

La Encíclica cuenta de tres partes
En la primera describe el hecho de que los matrimonios puedan requerir el limitar el número de hijos debido a distintas circunstancias. El Papa enumera algunas: la así llamada explosión demográfica, el mayor papel profesional de la mujer dentro de la sociedad y los nuevos medios técnicos y médicos, etc. Ahora bien, se afirma abiertamente la competencia del magisterio en estos temas dado que, según recuerda el Papa, esa misión la ha recibido de Jesucristo. Se menciona además que a la encíclica precedió un estudio y una consulta hechas a obispos y a expertos pero que, sobre todo las conclusiones de la comisión creada para tal efecto, no son consideradas vinculantes dada la división que se dio entre sus participantes y la presencia de opiniones no totalmente fieles al Magisterio.
En la segunda parte, se afrontan los principios doctrinales que se deben tener en cuenta a la hora de dar un juicio moral sobre el control de la natalidad. El tema que plantea es el de la paternidad responsable, la cual debe ser comprendida bajo diversos aspectos legítimos relacionados entre sí.

En relación con los procesos biológicos la paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de trasnmitir la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana

En relación con el acto sexual, la encíclica recuerda la enseñanza de la Iglesia en relación con los dos significados que tiene. Afirma que el acto sexual debe de "mantener su papel intrínseco de procrear la vida humana" y que "la interrupción directa de un proceso reproductivo que ya haya iniciado"va en contra de las leyes morales cristianas.
El aborto, aún cuando sea para fines médicos, queda prohibido de forma absoluta al igual que la esterilización quirúrgica (ya sea a través de una vasectomía o un ligamiento de trompas) aún cuando se trate de una medida temporal.
De igual forma cualquier acción terapéutica que tenga como propósito prevenir la procreación queda prohibida. Esto incluye métodos químicos y aquellos que crean barreras físicas para evitar el embarazo.
La encíclica no condena los métodos que causan infertilidad como efecto secundario siempre y cuando la esterilización no sea el verdadero propósito del acto.
Los métodos naturales de planificación familiar (como la abstinencia durante ciertas fases del ciclo menstrual) son moralmente aceptables ya que como afirma el texto:
los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural... renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los periodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto.
Sin embargo, subraya que esto se debería dar por serios motivos físicos, psicológicos o de circunstancias.

En relación con las tendencias del instinto de las personas, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre ellas han de ejercer la razón y la voluntad.

En relación con las condiciones físicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se ejerce ya sea eon la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.

La encíclica reconoce que tal vez las enseñanzas que intenta diseminar no serán aceptadas por todos pero que la iglesia Católica no puede declarar ciertos actos como morales cuando en realidad no lo son.
Luego, indica diversas consecuencias que podrían darse del uso de medios no naturales para el control de la natalidad: se abriría el camino para la infidelidad conyugal y la degradación de la moralidad, se perdería el respeto por la mujer que podría llegar a ser considerada como un mero objeto de placer, se daría a algunos estados la posibilidad de intervenir en temas tan íntimos de la pareja.

En la tercera parte, titulada “Directivas pastorales” el Papa se dirige a diversos grupos para solicitar su apoyo. Pide a las autoridades públicas que se opongan a las leyes que deterioren las leyes naturales de moralidad (véase ley natural), pide que los científicos estudien mejores métodos de control natal natural y un llamado a que los doctores, enfermeras y sacerdotes promuevan métodos naturales sobre los artificiales.

La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia.
El ejercicio responsable de la paternidad, exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores.
En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan por tanto libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudieran determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia.


Discurso de S.S. Benedicto XVI con motivo de los cuarenta años de la Humanae Vitae

A monseñor Livio Melina

Director del Instituto Pontificio "Juan Pablo II"
para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia
He sabido con alegría que el Instituto Pontificio, del que usted es director, y la Universidad Católica del "Sacro Cuore" han organizado oportunamente un Congreso Internacional con ocasión del 40º aniversario de la publicación de la encíclica Humanae vitae, importante documento en el que se afronta uno de los aspectos esenciales de la vocación matrimonial y del camino específico de santidad que se sigue de ella. Los esposos, de hecho, habiendo recibido el don del amor, están llamados a hacerse a su vez don del uno a la otra sin reservas. Solo así los actos propios y exclusivos de los cónyuges son verdaderamente actos de amor que, mientras les unen en una sola carne, construyen una genuina comunión personal. Por tanto, la lógica de la totalidad del don configura intrínsecamente al amor conyugal y, gracias a la efusión sacramental del Espíritu Santo, se convierte en el medio para realizar en la propia vida una auténtica caridad conyugal.
La posibilidad de procrear una nueva vida humana está incluida en la donación integral de los cónyuges. Si, de hecho, cada forma de amor tiende a difundir la plenitud de la que vive, el amor conyugal tiene una forma propia de comunicarse: generar hijos. Así no sólo se asemeja, sino que participa del amor de Dios, que quiere comunicarse llamando a la vida a las personas humanas. Excluir esta dimensión comunicativa mediante una acción dirigida a impedir la procreación significa negar la verdad íntima del amor esponsal, con la que se comunica el don divino: "si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de generar la vida, se deben reconocer necesariamente límites insuperables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, tanto privado como revestido de autoridad, le sea lícito infringir" (Humanae vitae, 17). Éste es el núcleo esencial de la enseñanza que mi venerado predecesor Pablo VI dirigió a los cónyuges, y que el Siervo de Dios Juan Pablo II, a su vez, reafirmó en muchas ocasiones, iluminando su fundamento antropológico y moral.
A distancia de 40 años de la publicación de la Encíclica, podemos entender mejor cuán decisiva es esta luz ara comprender el gran "sí" que implica el amor conyugal. En esta luz, los hijos ya no son el objetivo de un proyecto humano, sino reconocidos como un auténtico don que acoger, con actitud de generosidad responsable ante Dios, fuente primera de la vida humana. Este gran "sí" a la belleza del amor comporta ciertamente la gratitud, tanto de los padres al recibir el don de un hijo, como del hijo mismo al saber que su vida tiene origen en un amor tan grande y acogedor.
Es verdad, por otro lado, que en el camino de la pareja pueden darse circunstancias graves que hacen prudente distanciar el nacimiento de los hijos o incluso suspenderlo. Y es aquí que el conocimiento de los ritmos naturales de la fertilidad de la mujer se convierte en importante para la vida de los cónyuges. Los métodos de observación, que permiten a la pareja determinar los periodos de fertilidad, les consienten administrar cuanto el Creador ha sabiamente inscrito en la naturaleza humana, sin turbar el significado íntegro de la donación sexual. De esta forma los cónyuges, respetando la verdad plena de su amor, podrán modular su expresión en conformidad a estos ritmos, sin quitar nada a la totalidad del don de sí mismos que expresan la unión de la carne. Obviamente, esto requiere una madurez en el amor, que no es inmediata, sino que necesita un diálogo y una escucha recíprocas y un singular dominio del impulso sexual en un camino de crecimiento en la virtud.
En esta perspectiva, sabiendo que el Congreso se desarrolla también por iniciativa de la Universidad Católica del "Sacro Cuore", me es grato expresar también mi particular aprecio por cuanto esta Institución universitaria hace en apoyo del Instituto Internacional Pablo VI de investigación sobre la fertilidad y la infertilidad humana para una procreación responsable (ISI), entregado por ella a mi inolvidable Predecesor, Papa Juan Pablo II, queriendo de este modo ofrecer una respuesta, por así decir, institucionalizada, al llamamiento realizado por el Papa Pablo VI en el número 24 de la encíclica "a los hombres de ciencia. La tarea del ISI, de hecho, es de hacer progresar el conocimiento de los métodos tanto de la regulación natural de la fertilidad humana como para la superación natural de la eventual infertilidad. Hoy, "gracias al progreso de las ciencias biológicas y médicas, el hombre puede disponer de recursos terapéuticos cada vez más eficaces, pero también obtener poderes nuevos de consecuencias imprevisibles sobre la vida humana desde su mismo inicio y desde sus primeros estadios" (Instrucción Donum vitae, 1). En esta perspectiva, "muchos investigadores se han empeñado en la lucha contra la esterilidad. Salvaguardando plenamente la dignidad de la procreación humana, algunos han llegado a resultados que antes parecían inalcanzables. Los hombres de ciencia deben ser por tanto animados a proseguir en sus investigaciones, con el fin de prevenir las causas de la esterilidad y poderlas remediar, de modo que las parejas estériles puedan llegar a procrear en el respeto de su dignidad personal y la del nasciturus"(Instrucción Donum vitae, 8). éste es precisamente el fin que el ISI Pablo VI y otros centros análogos, con el apoyo de la Autoridad eclesiástica, se proponen.
Podemos preguntarnos: ¿cómo es posible que hoy el mundo, y también muchos fieles, encuentren tanta dificultad en comprender el mensaje de la Iglesia, que ilustra y defiende la belleza del amor conyugal en su manifestación natural? Ciertamente, la solución técnica, también en las grandes cuestiones humanas, parece a menudo la más fácil, pero en realidad esconde la cuestión de fondo, que se refiere al sentido de la sexualidad humana y a la necesidad de un dominio responsable, para que su ejercicio pueda llegar a ser expresión de amor personal. La técnica no puede sustituir a la maduración de la libertad, cuando está en juego el amor. Al contrario, como bien sabemos, ni siquiera la razón basta: es necesario que el corazón vea. Sólo los ojos del corazón llegan a captar las exigencias propias de un gran amor, capaz de abrazar la totalidad del ser humano. Por ello, el servicio que la Iglesia ofrece en su pastoral matrimonial y familiar deberá saber orientar a las parejas a entender con el corazón el diseño maravilloso que Dios ha inscrito en el cuerpo humano, ayudándolas a acoger todo cuanto comporta un auténtico camino de maduración.
El Congreso que estáis celebrando representa por ello un importante momento de reflexión y de atención para las parejas y para las familias, ofreciendo el fruto de años de investigación, tanto sobre la parte antropológica y ética como sobre la parte estrictamente científica, a propósito de la procreación verdaderamente responsable. A la luz de esto no puedo más que congratularme con vosotros, augurando que este trabajo traiga frutos abundantes y contribuya a sostener a los cónyuges cada vez con mayor sabiduría y claridad en su camino, animándoles en su misión de ser, en el mundo, testigos creíbles de la belleza del amor. Con estos auspicios, mientras invoco la ayuda del Señor sobre el desarrollo de los trabajos del Congreso, envío a todos una especial Bendición Apostólica.
En el Vaticano, a 2 de octubre de 2008
BENEDICTUS PP XVI

2. La fidelidad

Es la prolongación del amor conyugal. Contra ella está el adulterio que es un pecado contra la castidad y la justicia.
También atacan la fidelidad aquellas amistades que sin constituír adulterio, ponen en riesgo la unidad del matrimonio.
La fidelidad obliga a los esposos a vivir su entrega total en la disponibilidad para el débito conyugal, el cariño, la preocupación de uno por el otro, la comprensión, el afecto manifestado en obras y palabras, en el crecimiento espiritual y material.
Incluye la renuncia de sí, de los deseos, pasiones e intereses por el bien del otro.
La vida matrimonial debe ayudar a los esposos en su camino de santificación mutua.

Textos para la lectura: GS 47-52 Mater et Magistra 53 Puebla 570-589 CICA 1691 ss.

3. El Sacramento

Por el bien del Sacramento se entiende “tanto la indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndolo en signo eficaz de la Gracia” (CC)

Este bien se presenta justamente como camino vocacional, como llamado a la santidad.
La unión indisoluble de los esposos es imagen viva y presente de la unión de Cristo con su Iglesia que es “el misterio venerable de la perfecta caridad” (CC)

A pesar de esto, muchos matrimonios fracasan por infidelidades, egoísmos, faltas de caridad y no pocas veces enfermedades psíquicas. Sin embargo no debería olvidarse la gracia recibida en el Sacramento, como fuente de unidad y perseverancia. De allí que sea tan importante comprender el misterio que un sacramento encierra y para ello es necesaria la fe en Jesucristo que ha dado su vida y la sigue dando por la humanidad. Es clave tener fe para vivir el matrimonio como un misterio que participa de la Pascua de Cristo.

En algunas circunstancias graves es lícito recurrir a la separación temporal, pero no así al divorcio, ya que esto sería un atentado contra el otro cónyuge y contra Cristo autor del Sacramento

Derecho y deber del débito conyugal

El acto conyugal, rectamente realizado, para el que los esposos se conceden mutuamente derecho al contraer matrimonio, es, por su propia esencia, honesto, digno y meritorio: “los actos con los que los esposos se unen íntima y castamenteentre sí, son honestos y dignos y ejecutados de manera verdaderamente humana significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud” (GS 49)

Dios mismo ha establecido su licitud y bondad, creando al hombre sexualmente estructurado, promulgando la ley de la procreación inscripta en la misma naturaleza humana. Sólo es destruída su natural bondad cuando se excluyen positivamente los fines naturales del matrimonio, viciando radicalmente el amor conyugal; o se busca de modo egoísta la sola satisfacción del apetito sexual, que pierde entonces su auténtica razón de medio y se convierte desordenadamente en fin.

El derecho a pedir el débito coyugal compete por igual ambos esposos, de manera que hay obligación de darlo, siempre y cuando uno de los cónyuges lo pida justa y razonablemente (1 Cor 7,34) Esto por una razón de justicia y bajo pena de pecado grave. Este derecho-deber cede cuando hay razones graves que lo impidan como puede ser el daño para la salud, el deseo inmoderado que incomoda la vida de la otra persona, etc. “Un acto conyugal impuesto al cónyuge en tales circunstancias sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor, y prescinde, por tanto, de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos” (HV 13)

En caso de infidelidad comprobada el cónyuge infiel pierde el derecho al acto conyugal y la parte inocente debe negarse al mismo mientras dure la infidelidad, porque de lo contrario se convertiría en cómplice de adulterio.