martes, 20 de julio de 2010

DOMINGO XVI DURANTE EL AÑO

En la primera lectura Abraham recibe al Señor en su casa. Sorpresivamente llegan tres personajes que parecen ser uno solo y Abraham los invita a comer. Manda a Sara, su mujer, a preparar la comida. Es un encuentro de amistad. Abraham podría haber dudado de Dios, de la promesa casi incumplible de una herencia innumerable sobre una realidad humana y matrimonial estéril. Pero abre su corazón a Dios, lo recibe como a un amigo y Dios termina renovando y realizando su promesa. El ingreso de Dios en la vida de Abraham, lo transforma. Un hombre que lo único que esperaba era el momento de partir, ahora se convierte en padre de una multitud de creyentes, porque él mismo creyó.
A veces a nosotros no se nos dan los proyectos, porque no somos constantes, porque no confiamos, porque dejamos que los razonamientos humanos, las ideas del mundo, nos aparten de la amistad. Creer en el otro es el primer paso para el triunfo. Y cuando uno cree y acepta al otro, al que sabemos que nos ama, tiene asegurada la felicidad. Que a lo mejor no es inmediata, pero se va construyendo en la intimidad del amor.

San Pablo, en la carta a los Colosenses, no se cansa de insistir en la necesidad de predicar a Cristo. Cristo no es un ser pasado de moda, un ser al que se lo comió la historia, sino que es el Hijo de Dios vivo entre nosotros y la Buena Noticia de su presencia debe ser predicada a tiempo y a destiempo, en las malas y en las buenas, para que el mundo crea y creyendo se salve.

Los cristianos debemos acostumbrarnos que el éxito de nuestra predicación y de nuestra fe depende de Dios. Para ello es necesario aprender a tener la mirada de Dios, a comprender el Misterio. Parece una paradoja "comprender el Misterio". Si lo comprendemos parecería que dejaría de ser un misterio. Por el contrario, el Misterio de Dios es Luz, atrae e ilumina. Da inteligencia al ignorante y sabiduría al necio. Si miramos con la mirada de Dios, escuchando atentamente a Jesús, tenemos que aceptar que no hemos sido llamados para el éxito de masas, sino para la santidad. No somos políticos que necesitan votos, sino hombres y mujeres de fe, que fuimos elegidos para iluminar como antorchas este mundo de oscuridad y muerte. En los países donde los cristianos son minoría, la fe los fortalece y les permite vivir alegres en medio de las dificultades, de las persecuciones y del desprecio sufrido por Cristo. Ellos son más unidos en la caridad, más comprometidos con su fe y más solícitos al bien del prójimo. Son una antorcha en medio de la oscuridad.
Algunos pensarán que ya se les pasó el tiempo. Todos los cristianos, los elegidos sin mérito nuestro, podemos iluminar, debemos iluminar, esa es nuestra vocación. Hay personas que postradas y sin hablar iluminan la vida de los que los rodean. Tienen la capacidad de ser testigos vivientes del amor del Padre. Por eso nadie puede decir yo no puedo, a mí se me fue la vida.
Pero para poder vivir como antorchas es necesario dejar que la Luz de Cristo nos ilumine. Somos una lámpara alimentada por el aceite de Dios.
El Evangelio nos presenta las figuras de Marta y María. La primera muy hacendosa y la segunda mística. Marta se preocupa para que el Señor y sus amigos estén bien atendidos en su casa, María se sienta a los pies de Jesús para escucharlo.
Nuestra vida tiene que tener ambas cosas. Pero sin olvidarnos que la escucha del Señor es lo más importante. ¿Cómo vamos a hacer las cosas bien si no conocemos lo que el Señor quiere de nosotros? y ¿Cómo vamos a saberlo si no lo escuchamos? Por eso es que cada día debemos ponernos atentamente a escuchar al Señor en la oración. Nuestra oración no puede ser a las apuradas, como para cumplir. Sino que tiene que tener su momento de silencio y escucha. No debemos decir mucho, debemos escuchar la voz del Señor que nos habla al corazón. Tal vez nuestros oídos no escuchen su voz, tal vez la inteligencia no pueda descifrar una idea, pero el corazón, el lugar donde Él habla va a comprender y amar sus palabras. Volvamos al corazón, a la conciencia, que es el lugar donde Dios y el hombre se encuentran. En estos días donde hemos discutido sobre la ley natural, la ley de Dios, muchos no han comprendido. Y no los culpo, porque no oyen, Dios no les habló al corazón. Su conciencia está equivocada porque nadie le habló. Eso puede ser porque no han sido elegidos para ello o porque se hicieron sordos dejándose aturdir por otras voces que no provienen de Dios.
Dios nos habla también a través de los acontecimientos. Muchas veces la historia nos hace sufrir. A veces no comprendemos. Lo primero que debemos recordar es que los cristianos debemos pasar por la Cruz si queremos ver la Luz. No hay resurrección sin Cruz como tampoco hay Luz sin dolor. Así lo vivió y lo transmitió el Señor. Cuando las cosas no son como querríamos, debemos mirar la Cruz, tomarnos de ella y dejar que Dios haga su obra. Nosotros tenemos el compromiso de anunciar su Palabra, la Palabra que se nos dice cada día.
"Yo estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" dice el Señor.
Abramos nuestra puerta de par en par, dediquemos cada día un tiempo real de oración y meditación. No de una oración de pedigüeños, sino de una oración de discípulos que escuchan al Maestro.
Seremos místicos o no seremos nada decía un teólogo. Si no escuchamos al Señor no pretendamos que los hombres nos escuchen a nosotros. Si no escuchamos al Señor vana será nuestra obra, aunque nos parezca que hacemos mucho.

Hasta la próxima

1 comentario:

  1. Preciosa esta homilía. Me quedo principalmente con lo referido a la oración y saber escuchar al Señor abriéndole el corazón. Dejémosle hablarnos y en el silencio y con fe seguro que algo percibiremos.

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